martes, 6 de noviembre de 2012

EL LIDER ÈTNICO, LIDERAR Y LIDERAZGO- LOS YAHATTI , LEPIN, JUAN MANUEL CACHUL Y JUAN CÀTRIEL




EL LIDER ÈTNICO, LIDERAR Y LIDERAZGO- LOS YAHATTI , LEPIN, JUAN MANUEL CACHUL Y JUAN CÀTRIEL .-
hombres políticos en la frontera bonaerense

RESUMEN
Desde que se asume que los encuentros entre hispanocriollos e indígenas no fueron sólo béli
cos, que hubo convivencias
cotidianas, intercambios y contactos armónicos, se abre la posibilidad de pensar y analizar este contacto
–violento o armónico– como el contexto relacional que exteriorizó y demandó líderes o interlocutores en
cada sociedad. La región de la actual provincia de Buenos Aires conocida como “frontera bonaerense”, durante
mediados del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, será el marco espacio-temporal que permitirá situar el
análisis de cuatro hombres políticos: los Yahatti, Lepin, Juan Manuel Cachul y Juan Catriel. Este análisis busca
aportar elementos nominadores y significativos sobre el liderazgo étnico. En consecuencia, buscamos territorializar
e historizar el liderazgo étnico de estos hombres, para poder determinar si es factible hablar de transformaciones
en el liderazgo y cambios de los líderes en la relación con sus seguidores a partir del acuerdo de
paces establecido con las autoridades estatales. Es decir, buscamos establecer fisonomías que nos permitan
construir una enunciación descriptiva y analítica sobre dichos líderes y sus estrategias de construcción y sostenimiento
de autoridad.
.
1. Poder, autoridad y parentesco
Dentro de la renovación historiográfica en la aproximación a las sociedades indígenas y de frontera de la región pampeana y norpatagónica de los siglos XVI-XIX, el problema del liderazgo étnico parece haber sido un punto de reflexión obligado para los investigadores. Desde mediados de la década de 1980, la caracterización de sus estructuras sociopolíticas ha suscitado discusiones en la comunidad académica, que contadas veces han adoptado una forma explícita . Podemos señalar aquí que, hasta el momento, varios fueron los aspectos analizados: la relación entre el desarrollo socioeconómico de las sociedades indígenas y el grado de integración sociopolítica, las principales transformaciones acaecidas en esa forma de organización a la luz del encuentro interétnico con las poblaciones hispanocriollas y transcordilleranas, y las múltiples dimensiones de dicho vínculo (comerciales, diplomáticas, belicosas, entre otras). De este modo, en la actualidad resulta impensable soslayar la preocupación sobre el liderazgo, los líderes y el conjunto de operaciones prácticas y discursivas ligadas a la acción de liderar contingentes nativos en contacto interétnico con las sociedades hispanocriollas asentadas en el territorio desde el siglo XVI.
Así, el trinomio líder étnico-liderar-liderazgo nos permite sintetizar las aportaciones
realizadas sobre el tema en los espacios fronterizos, y analizar situaciones particulares
para poder identificar los elementos que le habrían otorgado coherencia.
Este artículo girará alrededor de cuatro hombres políticos, caracterizados por el arte de lo imposible: la negociación «política», a través del uso del lenguaje, lo gestual, lo pragmático, la necesidad o la ambición, la convicción, la fuerza, el poder y/o autoridad, tanto frente al «otro» hispanocriollo como frente a sus seguidores. Durante el siglo XVIII y mediados del siglo XIX, ¿ejercieron éstos poder o detentaron autoridad? ¿Es posible encarar afirmaciones categóricas sobre el liderazgo indígena en espacios de frontera? ¿Es posible hallar elementos que otorguen identidad a los liderazgos étnicos
en la región pampeana durante dos siglos? Esto nos lleva a repensar el tipo de liderazgo encarnado por algunos de ellos .
Según la teoría sociopolítica contemporánea, los criterios adoptados para distinguir las diversas formas de poder político (en tanto poder habilitado para recurrir en última instancia al monopolio legítimo de la fuerza) remiten a los medios por los cuales quien lo detenta puede obtener los efectos deseados. Sería posible entonces establecer una
tipología del poder en función del medio para obtenerlo y controlarlo: la riqueza para el poder económico, el saber para el poder ideológico, y la fuerza para el poder político.
Así, el sistema social en su conjunto aparecería directa o indirectamente articulado en tres «subsistemas», a saber: la organización de las fuerzas productivas, la organización del consenso y la organización del poder coactivo .
En suma, el criterio de «poder» y «autoridad» que se adopte estará directamente relacionado con una determinada concepción sobre la organización política de las sociedades indígenas pampeanas, es decir, de su liderazgo. Analizarlo es, pues, analizar esa organización, en un ejercicio dialéctico que explicitamos en aras de aportar elementos cognoscitivos. Como hemos observado, definirnos y/o adherirnos a priori a una posición sobre el poder y la autoridad, nos obliga a sostener también a priori alguna concepción en torno a la organización política de las sociedades indígenas. Y en este sentido, el factor parentesco en la autoridad cacical (que suele formar parte de dispositivos explicativos en los que funciona como agente catalizador del poder del cacique), puede ser pensado como la lógica organizativa de las sociedades indígenas,
lógica que involucraba esa autoridad en la medida en que éste era un pariente.
Esta opción analítica considera que la situación de contacto interétnico inaugurada en la región pampeana a partir del siglo XVI fue el de dos sociedades organizadas por pautas de funcionamiento bien diferenciadas. Si bien dicho contacto ha sido largamente abordado por la historiografía de las dos últimas décadas, en esta oportunidad decidimos interrogarlo en torno al avance de una sociedad estatal sobre sociedades
organizadas por las pautas y el lenguaje del parentesco, a las modificaciones que se
generaron en el rol del cacique y a los eventuales efectos en el interior de las parcialidades
nativas .
Que el parentesco resulte la lógica organizativa significa que los lazos entre las personas se trazaban a través de relaciones de consanguinidad y/o afinidad, y que las conductas y actitudes de quienes así se vinculaban eran influidas por éstos y por los usos y costumbres colectivas. A su vez, el parentesco crea e incluye grupos sociales definidos.
El primero de éstos es la familia doméstica –un grupo de personas que en un
momento dado viven juntas en un hogar o grupo de viviendas (en nuestro caso, la toldería)–,
pero también grupos ampliados de parentesco –incluyendo, por ejemplo, vinculaciones con otras tolderías, parcialidades o aún la sociedad hispanocriolla–. El parentesco organiza la comunidad y las comunidades organizan el parentesco, de
modo que un término espacial coexistente afecta la medida de la distancia de parentesco.
Partiendo de la imbricación intrínseca entre parentesco y liderazgo, éste estaría cifrado
en el lenguaje del parentesco, y su potencia articuladora impondría límites impidiendo
la trasgresión de las normas. La primera y más importante es que el jefe no podía imponerse a partir del monopolio de la coerción; no tiene poder sino autoridad, siendo un personaje distinguido (Campagno 1998). Su prestigio le coarta imponerse
de manera arbitraria sobre la sociedad; no le es posible exigir por fuera de lo permitido
por el parentesco.
Ante esta «ubicuidad de las relaciones de parentesco» en las bases de autoridad de los caciques, cabe preguntarse hasta qué punto sus características y funciones se vieron impactadas por el avance de las sociedades hispanocriollas, sociedades estatales al
fin. Para esto abordaremos los derroteros de algunos caciques que debieron enfrentarse al difícil reto de fungir de intermediarios entre las sociedades nativas y las sociedades hispanocriollas, durante las décadas centrales del período borbónico y el período rosista.
El corte responde a que en ambas etapas se verifica, por un lado, una creciente. Líder o liderazgo: ¿construyendo poder o autoridad?
2.1. Los caciques del siglo XVIII entre las misiones y la comandancia de Luján
Cada uno de los parajes donde se establecieron las misiones jesuíticas en el sur bonaerense
(Nuestra Señora de la Concepción de los Pampas en 1740, Nuestra Señora del Pilar de los Serranos en 1747 y Nuestra Señora de los Desamparados en 1750) puede ser leído como espacio concertado entre las autoridades coloniales y los respectivos
caciques . El padre Guillermo Furlong señala a uno de ellos como «un cacique de Pampas Serranos», don Yahatti,
denominación que puede obedecer a la gran movilidad que habría desplegado en la región, a su presencia numérica en términos de seguidores, a sus actividades económicas
y a la capacidad política de este grupo para renegociar su posición con el poder hispanocriollo. Los «Yahatti» pusieron en práctica una estrategia singular: varios personajes
fueron denominados cacique Yahatti sin aludir con eso a una secuencia generacional.
Cada uno de ellos empleó mecanismos diferentes para relacionarse con las autoridades fronterizas o virreinales. Así, Joseph Yahatti actuó primero como «amigo»
y luego como enemigo irreconciliable, mientras que su homónimo Rafael debió ser defendido de ataques de otros grupos indígenas por los milicianos de Luján. Los testimonios suelen adjudicar las acciones a ambos caciques, sin distinguirlos4.
La complicación adicional, que remite a la nominación «Yahatti», se allana al buscar la etimología de la palabra, ya que encontramos que en el antiguo pampa la voz Ya significaba cacique y Hati, alto (Sarramone 1993). Por lo tanto, la dinámica relacional observada permite interpretar cómo el contacto basado en el conflicto y la negociación redefinía constantemente a ciertos sujetos indígenas, y que las denominaciones de los mismos se referían a una larga historia de relaciones con la sociedad hispanocriolla.-
Para la década de 1740, dos caciques Yahatti, Joseph y Felipe, ilustran los lazos de parentesco y su utilidad en la política fronteriza . Años antes de 1749, Felipe Yahatti no sólo se había marchado de la reducción, sino que también se le atribuían varios hurtos de ganado a los pobladores de Luján.-
Para resolverlo, se acercaron a los padres misioneros «Marique y Chuyanta con otros
indios, hermanos del preso cacique», reafirmando su intención de «vivir y morir en la reducción» . Los parientes de Yahatti se avinieron a sostener una negociación en su favor, ofreciendo «vivir y morir como cristianos
». Si leemos este episodio en un lenguaje político, no es más que la contraparte
que sustenta el pedido de libertad. Para esto, los caciques se establecieron en la reducción
del Volcán con doce toldos y entregaron sus instrumentos religiosos luego, el protagonista será Rafael Yahatti.
Para los meses de abril y junio de 1757, las autoridades de Luján estaban a la espera
del ataque de los «Guiliches». Tanto don Bartolomé Gutiérrez de la Paz, comandante de las fronteras, como las compañías de blandengues y los vecinos milicianos se hallaban
preparados para la defensa. Sin noticias del ataque, los oficiales de Luján y La Matanza planearon realizar una expedición a las salinas. Sin embargo, para el mes de agosto los «aucas» –tal vez un grupo de pampas con algunos indígenas transcordilleranos–
se encontraban atacando a los grupos locales.
«Sor. Mío. Acabo de recibir carta del Capitán de la Compañía del Zanjón [...] me avisa haber sabido por un chasque que había llegado de la sierra, como los Indios Aucas dieron
en las tolderías del Cacique Sausumian, y le mataron toda su gente llevándole todas
las familias, y que según dicen se iban a incorporar con la gente de Rafael Yati prevengo a Vm. para que este, y de Vm. se estén con cuidado».
El documento citado ejemplifica cómo Rafael Yahatti que, según dijimos, había pedido
protección al gobierno hispanocriollo, disputaba un espacio y entablaba alianzas
con otros grupos indígenas. Da cuenta, además, de la complejidad y conflictividad
que aparecen en el universo relacional nativo, que impone condiciones específicas a
ciertas parcialidades para diseñar, simultáneamente, estrategias de negociación en dos frentes.
Ello se hizo particularmente evidente en 1760. Los caciques Tambo, Silvestre Almada y Rafael Yahatti, se acercaron al Río Salado argumentando que una gran sequía
asolaba la región. Pero además, fue la razón que esgrimieron para enfrentarse con otros
caciques locales. En la comandancia, las órdenes de hacerlos retirar no demoraron: «el pretexto que dan para haberse acercado tanto es el estar faltos de agua, [...] VS. determine
lo que hallara por conveniente, ellos como tengo prevenido a Vs. son incapaces de razones y sólo con la violencia se pueden hacer obedecer, y esta pueden resultar grandes perjuicios tanto por el presente como por después si se determina ir a Salinas,
que es de creer si quedan de mala fe hagan muchas extorsiones, con que si VE. le parece el mandarle orden al Cacique Rafael para que como su General los haga unirse a sus
tolderías con el».
Dejando de lado si la autoridad de Rafael Yahatti fue efectiva o simplemente anhelada
por los hispanocriollos, lo cierto es que devino en un conjunto de acciones que
habría incidido tanto en la lenta construcción de las relaciones fronterizas como en el
interior de las sociedades. Las relaciones interétnicas demandaron un interlocutor, un negociador de la paz que permitiera a su vez crear lazos entre enemigos y pobladores
de la frontera; en otros términos, que permitiera contar con aliados políticos coyunturales
para comerciar o para que oficiaran de cordón protector de «otros indios».
Si seguimos el comportamiento de los caciques Yahatti bajo la calificación de los
testimonios hispanocriollos, observamos que llegaron a transitar un amplio abanico
de adjetivaciones en un corto plazo: «amigo», «aliado» y enemigo. Este derrotero ejemplifica que fueron enemigos políticos del poder hispanocriollo, que no aceptaron
ceder su autonomía política, y que para esto aprendieron un lenguaje de negociación y estrategias políticas de supervivencia social. Esto tuvo lugar dentro de un complejo
entramado de condicionantes que operaron en las transacciones entre ambas sociedades.
En efecto, el endeble sistema de defensa para esos años y la movilización de los pobladores rurales a tal fin, dan cuenta de una relación fronteriza fundada no sólo en el conflicto (la guerra y la contención de los ataques), sino también en la convivenci
En este sentido, el cacique Lepin permite observar otros mecanismos ejercitados: enemigos que se posicionaron como aliados o, alternativamente, se presentaron como
amigos para concertar un acuerdo. Esto nos permite reconstruir el lugar de ciertos líderes étnicos que, no sólo debieron mediar y negociar dentro de sus agrupaciones, sino también aprender a hacerlo con los hispanocriollos.
Para el período 1765-1779, los caciques que entraron en contacto con pobladores
del pago de Luján fueron, entre otros, Lepin, Flamenco, Antepan y Toroñan. Pero fue el primero quien ofició de negociador en las relaciones fronterizas. Lo encontramos solicitando permiso para la entrada de otros caciques a comerciar, parlamentando la
paz y recibiendo el bastón como cacique principal en 1770. No obstante, el reconocimiento otorgado por los hispanocriollos respondió a una autoridad construida y reafirmada
por el acto de entrega del bastón y exhibida a sus pares. Veámoslo con algode detalle.
El 18 de agosto de 1765, Lepin fue al encuentro de la partida de la comandancia de Luján para informar sobre posibles ataques de indios enemigos8. Y en efecto, días después
el capitán Joseph de la Barreda informó que sus corredores de campo aseguraban la presencia de numerosos aborígenes a no más de treinta leguas de la frontera.
En 1766 lo hallamos actuando en sentido similar, recibiendo de parte de la comandancia
unos caballos que le habían quitado a su hermano, el cacique Antepan, para ser entregados a sus dueños. El 2 de febrero del año siguiente, avisa a las autoridades fronterizas
sobre posibles ataques de los «ranqueles», que se dirigían a malonear Pergamino.
Lepin no fue aliado ni mucho menos amigo de los hispanocriollos. Sus informes o
advertencias respondieron a estrategias que tendían a debilitar o asestar un duro golpe
a los ranqueles. A tan sólo cinco meses de haber oficiado de «amigo leal», en junio de
1767 Lepin se posicionó como enemigo junto con Antepan y «confederado» con los
«Peguelches» para intentar atacar a los pobladores de las fronteras de la jurisdicción
de Buenos Aires. Fue notable que el capitán del fuerte, Joseph Vague, pidiera autorización
al gobernador para castigar a Antepan, pero no a Lepin «para que esto sirva de
ejemplo para otros indios». No obstante, cuando las partidas del fuerte salieron a buscarlo,
una de ellas logró capturar solamente un indio de su toldería, pero no dar con
ésta ni con el cacique.
Un año después, Lepin envió a la comandancia cuatro indios con un cautivo para
entablar negociaciones de paz. Se acordaron en noviembre de 1768 y volvió a ser el
interlocutor indígena. En esta etapa lo vemos junto a Flamenco, aunque quedó en
manos de Lepin la tarea de comunicar a las autoridades del pago de Luján que ambos
caciques estaban en guerra con los ranqueles, y que habían sido estos últimos los responsables
del ataque a la frontera de Los Arroyos e India Muerta y no «su gente». La
documentación emitida desde el fuerte de Luján ejemplifica la habilidad de Lepin
para tejer las relaciones cotidianas:
«Muy Sor. mío acaba de regresar el intérprete Luis Ponce quien fue a la Sierra a llevar
la china [....] vienen conmigo el Cacique Lepin, y el indio Flamenco quienes dicen que
toda su gente que se compone de los Pehulchus, Aucares y Serranos piden la Paz, y
que la guardaran, para lo cual despachan tres cautivos y están recogiendo tierra adentro
los que ay, para entregarlos el día asignado que están de guerra con los Ranquecheles,
que invadieron en la Yndia Muerta, y frontera de los Arroyos, y ofrecen perseguirlo, y
darnos vaqueanos, para el efecto me parece es muy del caso».
Ahora bien, la paz solicitada y la ayuda ofrecida contra los ranqueles no eran desinteresadas:
dos meses después, el 17 de febrero de 1769, Lepin se hallaba negociando
en la comandancia de Luján la autorización para que el cacique Flamenco pudiera pasar a Buenos Aires a vender sus ponchos. La alianza de estos dos caciques durósólo hasta junio de 1769. Pero Lepin siguió presentándose como el interlocutor en la
comandancia de Luján. El siguiente testimonio, que ejemplifica cómo articuló las comunicaciones
entre el mundo indígena y el hispanocriollo, permite revelar también cómo se instituyó como un mediador. No sólo respondía a una singular posición personal (por sus aliados o hermanos) sino que hábilmente los representaba en la interacción
comunicacional como «súbditos leales», respondiendo al compromiso de amistad, o como enemigos. Su figura, sus informaciones y acciones eran útiles y necesarias
para el gobierno de la frontera: «Hoy Sor. mío doy parte a V.E. de haber llegado a esta guardia el cacique Lepin con el
aviso, de venir una porción crecida de indios Peguelches a invadir los pagos de Bs. Ayres [...] salgamos a encontrarlos dice que tardaran todo este mes en acercarse a las sierras que lindan con las Pampas, que esos Peguelchus vienen muy faltos de caballos
[...] , encarga mucho que se recojan las haciendas que salen con mucha fuerza al campo [...] igualmente avisa que el día que le vino el aviso de la marcha de los Peguelches el cacique Flamenco desapareció esa noche con todos sus indios y se llevo las cautivas
que tenia [...] y que cree se ha ido a unirse con ellos, este aviso ha pasado a las guardiasinmediatas [...], dios quiera que la desunión que reina entre ellos nos facilite el darles un buen golpe».
La imagen de Lepin a partir de la documentación es la de un negociador político
que supo mostrar autoridad, hacer la guerra, convenir o propiciar ciertas condiciones
de paz. Presentarse como el autorizado para tratar la paz o solicitar permiso para que
ciertos caciques pasasen a vender sus ponchos, por ejemplo, ponía en evidencia su lugar entre estos caciques. A la vez, ubicándose como informante y protector de coyunturales
enemigos del gobierno, no dejaba de evidenciar los conocimientos y recursos que se precisaban.
Es cierto que el poder hispanocriollo tuvo presente el valor de los conflictos entre las distintas parcialidades indígenas para poder asegurar momentos de paz a los pobladores
rurales o para lograr acciones violentas certeras que disminuyeran sus fuerzas efectivas. No obstante, propició en la sociedad indígena la emergencia de un referente válido, un representante general (instaurando, por ejemplo, la ceremonia del «bastón
principal») para concertar con un solo cacique las paces o el conflicto. Esto no implicó necesariamente que aquél asumiera ese rol, o que las distintas parcialidades se avinieran a esa autoridad que no podía exceder las obligaciones parentales. Entre la coyuntura y la negociación, Lepin debió posicionarse dentro de su agrupación y hacia fuera, garantizando la continuidad de la lógica reproductiva de extracción de ganado, el comercio con la sociedad hispanocriolla y la confianza del gobierno colonial. Todo
esto tuvo que obtenerse sin que se obstruyeran o rompieran los canales de comunicación, incluso después de eventuales ataques. Su astucia, su autoridad y, en menor media, su poder, se centraron en comunicar a dos enemigos que se enfrentaban y se necesitaban. La estrategia desplegada, durante casi diez años, le valió para obtener el reconocimiento como cacique principal. En 1770, la preocupación coyuntural del gobierno hispanocriollo requería el pacto con Lepin para acentuar la conflictividad entre las distintas parcialidades indígenas. Pero esta acción no implicó la efectividad buscada; aunque la paz se acordó en la Laguna de los Huesos el 28 de mayo de ese año, apenas un mes después cuatro indios del cacique Lepin llegaron a la comandancia de
Luján quejándose de que el capitán Linares la había quebrantado, hostilizando a unos indios que estaban potreando «sin más que sus bolas». A pesar de esto, Lepin siguió siendo el referente en las conversaciones, y aunque el escenario se complicara con los
ranqueles, se dieron nuevos acercamientos y respuestas satisfactorias por parte de los
hispanocriollos.
2.2. Los caciques del siglo XIX en la encrucijada rosista de Tapalqué
Desde mediados de la década de 1810 y durante gran parte de la década siguiente,
las parcialidades nativas asentadas al sur del actual territorio bonaerense se vieron asediadas por el avance de dos frentes conflictivos. El asentamiento en dicho territorio
de pobladores criollos se venía consolidando, como vimos, desde fines del siglo XVIII.
Aunque hasta la década de 1820 la barrera oficial de ocupación se mantuvo en el río Salado, la población criolla se internó en territorio indígena a su propio riesgo y merced a las negociaciones que establecía con los grupos aborígenes.
Por otro lado, como consecuencia de la prolongación al este de los Andes de los conflictos independentistas chilenos, tuvo lugar el ingreso de contingentes transcordilleranos
que incluían tanto grupos realistas de indígenas, criollos, mestizos, soldados y bandoleros, como alianzas patriotas de similar composición que los perseguían
. La presión por los recursos, principalmente
el ganado, se sumó a las contiendas políticas de esos años, dando lugar a una secuencia de enfrentamientos en la frontera bonaerense que incrementaron el nivel de
tensión e inestabilidad existentes en la campaña. Estas circunstancias obligaron a las autoridades porteñas a tener siempre en cuenta la existencia de vecinos sureños más o menos propensos a la negociación. Tanto ellos como las parcialidades nativas más próximas se descubrieron atrapados (nuevamente) en un movimiento de tenazas desplegado desde el norte y el oeste.
Cuando la guerra con Brasil hizo real la posibilidad de una invasión portuguesa en
las costas meridionales de la provincia, la necesidad de ganar la buena voluntad de los indígenas se volvió impostergable. Fue así que primaron las intenciones de establecer algún tipo de acercamiento y asegurar el espacio ocupado hacia el sur. En 1826,
el gobernador Gregorio Las Heras comisionó al comandante de milicias de campaña de la provincia, Juan Manuel de Rosas, para formalizar un tratado de paz y estudiar por dónde correría la nueva línea de frontera, tarea que Rosas compartió con Felipe
Senillosa y Juan Lavalle (Comando 1974). El resultado de la empresa fue el establecimiento de un acuerdo con los indígenas, en el que se sentaron las bases de una política de paz tendiente a prolongarse durante casi treinta años, asociada comúnmente
con el rosismo: el Negocio Pacífico de Indios.
El Negocio Pacífico de Indios, tal como Rosas pareció entenderlo, fue una elaborada, compleja y constante negociación que buscaba establecer y sostener una conveniente relación de «amistad» con los grupos nativos. Asumió formas prácticas que
variaron en función de la especificidad de las coyunturas atravesadas. Si su expresión concreta fueron prolongados parlamentos e intercambios verbales, también la entrega
de regalos y raciones formó parte misma de la dinámica del pacto. Como resultado de esta política, nutridos contingentes indígenas se incorporaron al territorio de la provincia.
Los grupos que respondían a la autoridad de los caciques Juan Catriel y Juan Manuel Cachul se instalaron mayormente en las estancias que eran propiedad de (o administradas por) Rosas, y fueron relocalizados en los fuertes fronterizos en 1832.
A partir de entonces, y por razones de defensa de una ocupación criolla prolongada
varias leguas hacia el sur, se situaron en las proximidades del cantón Tapalqué Viejo
y del fuerte San Serapio Mártir del Arroyo Azul.
Desde mediados de la década de 1820, varias parcialidades se ubicaron en los alrededores
del fuerte Independencia, respondiendo de forma inmediata a los caciques Anteguan, Maicá y Petí, seguidores de Catriel y Cachul. Otros, al mando de Venancio Koñwepan, se situaron en las inmediaciones de Bahía Blanca. Al mismo tiempo, el gobierno provincial desplegó la agresión sobre los grupos que no se ubicaron en los términos propuestos por Rosas.
Entre estos grupos «amigos» estaba arraigada la convicción de la inexistencia del fallecimiento natural. Pensaban que éste podía originarse por daños físicos o invisibles provocados por enemigos. En el último caso, la responsabilidad del deceso se atribuía a alguien que se creía poseído por un espíritu maligno al que los indígenas daban el nombre de walichu (gualicho), y que otorgaba a quien lo hospedaba la capacidad de hacer el mal a otro. Por consiguiente, la «hechicería» se vinculaba con la muerte y
sus practicantes se asemejaban a la figura criolla del asesino. El asesinato, considerado por los criollos como un crimen o delito, era para los nativos un daño muy grave que
requería venganza. Ella era sangrienta y dolorosa, podía involucrar a muchos acusados
y generar situaciones de desorden y tensión . 
Las autoridades porteñas y locales la consideraron una expresión de la «barbarie» y procuraron tomar cartas en el asunto, lo cual hicieron de distintas maneras según la
gravedad del contexto y las circunstancias que se pusieron en juego en cada caso.
La intervención recorrió un espectro que incluyó desde decisiones orientadas por criterios declaradamente humanitarios o cristianos, hasta la criminalización de una práctica
nativa restitutiva de lo que consideraban un mal cometido contra alguien. Entre las sugerencias, las conversaciones, las exhortaciones y la prisión, pasaron pocos años.
Uno de los relatos de Prudencio Arnold narra el encuentro entre Bernardo Echavarría (comandante del fuerte de Tapalqué) y los caciques Catriel y Cachul (sindicados como «mayores»), en el que el primero intentaba hacerles entender la necesidad de abandonar aquella costumbre. El comandante puso en juego todos los argumentos posibles, desde la idea de que sólo Rosas era quien podía castigar, hasta el tipo de vínculo que los unía al gobernador y a sus antepasados. Y aunque el mensaje parece haber sido comprendido por sus destinatarios, la narración da cuenta de cómo la conversación se desarrollaba en registros distintos, además de mostrar la intervención de autoridades provinciales para eliminar esa costumbre indígena. Mientras el
comandante sugería la necesidad de un castigo, Catriel y Cachul pensaban en una venganza que reparara el daño ocasionado y alejara para siempre a los portadores del espíritu
maligno. Según Arnold, «no transcurrió mucho tiempo sin que se nos ofrecieran nuevos casos de gualichu; [...]
Dos jóvenes indias llegaron ocultamente hasta la comandancia, pidiendo protección.
Dársela era comprometer la vida de todos los cristianos que allí había, si los indios lo sabían. Difícilmente podía también ocultarse cuando se estaba en medio de ellos y por
entre ellos había que salir a largas distancias».
Perceptivo, Arnold entendía que ayudar a escapar a las mujeres les colocaba ante un riesgo de múltiples aristas: convertirse en cómplices del daño generado, pasar por encima de la autoridad que el mismo Rosas otorgaba a los caciques mayores frente a sus
agrupaciones, y desautorizar a la comunidad implicada en la ejecución de la sanción correspondiente, al tiempo que los parientes del damnificado quedaban sin satisfacción de su «revancha». Echavarría decidió enviar a las mujeres a la guardia de Monte escondidas en las carretas del comerciante don Isidro Jurado. Se procedió, entonces, con los más absolutos silencios y decoros posibles, pero era imperioso hacer algo más.
«Cuando se supo que estaban libres, era necesario hacerlo saber a Catriel, porque la vida de todos corría riesgo, pues silenciar el hecho y fiarlo al secreto era doble peligroso, mucho más cuando ya no era un secreto desde que todos los peones de las carretas lo
sabían y con el tiempo lo descubrirían comprometiendo en ese caso, hasta las relaciones de paz y amistad que el gobierno mantenía con aquellos indios. [...] ¿Qué hacer entonces?
Era forzoso tomar alguna determinación decisiva. Mi amigo Echevarría en tales aprietos concibió y realizó la idea de llamar a conferencia secreta a los caciques mayores Catriel y Cachul, en la comandancia, con la esperanza de sacar alguna ventaja del respeto y mucho amor que estos jefes indígenas tenían por el general Rosas».
Recordemos que era menester obtener el beneplácito de Catriel y Cachul cada vez que las autoridades criollas introducían alguna innovación en las costumbres nativas.
Echevarría optó entonces por llamar a conferencia a los caciques. Echando mano de un procedimiento al que ya había recurrido en otras oportunidades, el comandante aprovechó para enterarlos de las medidas adoptadas e insistir en sus pedidos de que
abandonasen la costumbre de «matar por simples órdenes de ellos». Como vimos, los caciques debían traducir en el interior de sus parcialidades las determinaciones de las autoridades provinciales a la vez que erigirse como modelo de comportamiento para sus seguidores. El comandante buscaba también que cada quien ocupase su lugar en este esquema vincular apelando, no casualmente, «al respeto y mucho amor que estos jefes indígenas tenían por el general Rosas».
«Cuando estuvieron reunidos, Echavarría dijo a Catriel: ‘Los he llamado para que hablemos los tres solos, porque están haciendo matar indios y chinas por el gualichu’.
Catriel contestó: ‘Es cierto: nuestros padres nos han enseñado que nosotros tenemos
que hacerlo’.
– Ustedes ven que cuando un cristiano mata a otro, le roba o le hace otra cosa –replicó
Echavarría– se manda preso para que el gobierno lo castigue; pero nosotros no podemos matarlos de ninguna manera.
– Sí, es cierto.
– Pues, ustedes deben hacer lo mismo.
– No podemos modificar lo que nuestros padres nos enseñaron».
La respuesta de Catriel desarticuló el discurso del comandante. El cacique dio una
razón que explicaba las causas de la recurrencia en la costumbre de «matar indios y chinas por el gualichu». Cuando Catriel afirmó «nuestros padres nos han enseñado que nosotros debemos hacerlo», estaba comunicando a Echavarría que esa práctica
era antigua y tenía una lógica dentro de la comunidad; era una legítima tradición ancestral, profundamente imbricada en el legado de sus «padres», autoridades irrecusables
en una sociedad organizada en función del parentesco. Sin embargo, Echavarría encontró un modo de contraatacar discursivamente la ofensiva, aleccionando a los caciques
sobre las situaciones en las que el gobernador podría intervenir. «Cuando un cristiano mata a otro» se lo mandaba preso para que el gobierno lo castigara, pero también cuando «le roba o le hace otra cosa». Echavarría definió los ámbitos de acción privativos de Rosas –robos o asesinatos–, pero la imprecisión de la última frase dejaba abierta, entretanto, la posibilidad de añadir potenciales ocasiones. Los caciques parecían encontrarse ante la difícil disyuntiva de abandonar una costumbre que –repetimos–
se vinculaba inextricablemente a la creencia de que nadie muere naturalmente y a la idea del daño cometido. El dilema giraba en torno a la imposibilidad de convivir con quien había hecho el mal y que, por tanto, podía volver a hacerlo. La sanción ejecutada
por la comunidad en casos de gualicho tenía por finalidad reparar el daño, reestablecer la concordia y erradicarlo. Echavarría pedía que se permitiese la intervención del gobierno en estas cuestiones y que ellos enviasen a quienes creyeran culpables del mal para que las autoridades provinciales los castigasen. Nos preguntamos,
entonces, qué podían hacer los caciques y cómo comprender, procesar y traducir a sus seguidores estas delicadas cuestiones obteniendo a cambio –como esperaban los hombres de Rosas– nada menos que su aceptación y obediencia. Pero la cuestión no terminó allí. Echevarría agregó:
«– Juan Manuel también es padre de ustedes; y como nosotros mandamos a los que faltan, también ustedes deben mandarlos.
Catriel tuvo a bien guardar silencio.
– Ustedes son hijos de Juan Manuel –repitió Echevarría–, y él los quiere mucho. A mí me han enviado aquí para que los cuide porque son sus hijos. Yo también tengo buen
corazón para con los indios...» [Cursivas nuestras].
Quisiéramos reparar en la apelación directa que hace Echevarría al contenido emotivo y personal implicado en las relaciones que los «indios amigos» tenían con Rosas. «Juan Manuel también es padre», y el comandante estaba allí porque ellos «son sus
hijos» habiéndole enviado «para que los cuide». Recurrir a la figura parental del gobernador permitía desbalancear la estructura jerárquica de autoridades y redefinía a los responsables de la reparación del daño. La habilidad de Echavarría residía en construir un discurso cifrado en el lenguaje del parentesco. Aludiendo a vínculos familiares, abría el juego a que los caciques resituaran los hechos en otro contexto de organización
discursivo y práctico en su propia sociedad. Es el pariente, ante todo el padre, quien castiga: Juan Manuel es padre y, entonces, castiga. Echevarría está ahí para cuidarlosporque los «indios amigos» son hijos queridos de Rosas. Y Arnold capta magistralmente el impacto que esto tuvo en los caciques y comenta: «Catriel tuvo a bien guardar silencio». El comandante continuó: «‘Por eso le mandé [a Rosas] dos chinas que vinieron aquí diciéndome que las iban a matar, para que Juan Manuel las castigue, si ustedes le dicen que han faltado’. Guardaron nuevamente silencio, observándose que gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
Todos los esfuerzos de Echavarría para obtener más ventajas de estos dos caciques fueron inútiles. Cuando más los apuraba con razonamientos a fin de que no continuasen la
bárbara costumbre de matar [...], se ponían de pie, se agarraban la cabeza y lloraban sin pronunciar una palabra«. [Cursivas nuestras].
Echavarría tocó el punto neurálgico del problema: comunicó que las mujeres habían sido enviadas para que fuera Juan Manuel quien las castigase si ellos confirmaban la falta. La autoridad de Catriel y Cachul ante sus indios se había desdibujado, había
sido tomada por el comandante del fuerte, y no podrían explicar lo ocurrido a quienes buscasen a las responsables (Cutrera 2005). En este contexto Catriel y Cachul permanecieron
en silencio y rompieron en llanto. «Así terminó esta conferencia, sin que por parte de ellos quedase aprobada o desaprobada la medida tomada por Echavarría y sin prometer reforma alguna». Estaba claro que los caciques no podían garantizar el abandono de la venganza y, mucho menos, la eventual respuesta de sus seguidores.
No podían transmitir lo «intransmisible» –la expropiación de sus facultades colectivas por parte de las autoridades criollas–.
«De esta manera y en medio del desierto demostraron aquellos hombres salvajes el respeto sagrado e irrevocable que tenían por las leyes transmitidas por sus ascendientes;
leyes inculcadas en sus corazones de tal suerte, que antes de violarlas aún invocando la veneración que tenían por el señor general Rosas, dejaban surcar su rostro de lágrimas,
estrechando entre sus ásperas manos sus melenudas cabezas».
Es importante este último comentario de Arnold porque, como podía esperarse, los indígenas continuaron con las venganzas por gualicho. Echevarría insistiría muchas veces al gobernador, a fin de que le indicara el procedimiento a seguir. 
Consideraciones finales
Hemos reflexionado en torno al liderazgo étnico en las sociedades indígenas de la frontera bonaerense durante dos momentos y en dos espacios acotados: el pago de Luján en las décadas de 1740-1770 y el fuerte de Tapalqué en la década de 1830. Más allá de los factores que diferenciaron ambas experiencias de contacto interétnico, creemos que los dos períodos (el borbónico y el rosista) constituyen escenarios lo suficientemente prolíficos de situaciones de análisis como para abordarlos en conjunto.
En esos escenarios, el liderazgo étnico, la acción de liderar y la propia figura del líder fueron puestos en juego a partir de los intentos de avance por parte de sendas sociedades estatales sobre sus respectivos espacios de frontera. Las ideas expuestas no pretenden dar un panorama acabado o una conceptualización sistemática, sino desvelar los interrogantes pendientes y abrir el juego a la discusión y el debate constructivo.
Las reflexiones y situaciones de análisis se sostienen en la necesidad de pensar los ámbitos fronterizos como espacios comunicacionales y de negociación constante. Es decir, partimos de un binomio analítico, resistencia y complementariedad, que busca expresar la interpretación de un contexto relacional complejo entre los distintos grupos indígenas y de éstos con la sociedad hispanocriolla. Optamos por «resistencia» para referirnos al conflicto (manifiesto o latente) generado por la no aceptación de la dominación de una sociedad sobre la otra y por la competencia en el acceso a recursos que ambas necesitaban; mientras que por «complementariedad» pensamos las estrechas relaciones de intercambio y/o comercio, amistad y protección que posibilitaron el desarrollo de una cierta estabilidad en cada sociedad. Ambas formas de interacción fueron concurrentes en el tiempo y en el espacio. Creemos entonces que esta propuesta podría ser útil para pensar el modo en que cada sociedad generó transformaciones en la otra y, en virtud de dicho contacto, en sí misma. En este contexto tuvo lugar el surgimiento de autoridades destacadas en el conflicto y en la negociación, así como también su reconocimiento en tanto tales en el seno de su sociedad y en la sociedad enemiga. A su vez, ello habría permitido a esos personajes acceder a posiciones preferenciales en el interior de la propia sociedad, siempre que supieran ejercerlas y demostrarlas hacia fuera .
De ahí la relevancia de estudiar el liderazgo étnico, la figura del cacique y el rol que a éste le cupo en esos momentos de acercamiento y enfrentamiento. Proponemos que liderar una parcialidad nativa habría devenido en una situación compleja, incómoda y cargada de tensión, dada la dificultad en la traducción de intenciones y determinaciones que escapaban o contradecían a las prácticas acostumbradas; pero más aún, porque los poderes públicos de la sociedad hispanocriolla pretendían de los caciques algo que no podían obtener y por tanto, tampoco garantizar: la obediencia incondicional de sus seguidores. Así, estos «interlocutores incómodos» resistieron, conferenciaron, realizaron en vano promesas, negociaron y trataron de persuadir a sus
seguidores una y otra vez, en un lenguaje entendible y acorde a la lógica colectiva cifrada en términos parentales, procurando al mismo tiempo no exceder los límites que esa misma lógica les imponía en tanto líderes.
Pensada como un todo, la expansión territorial del imperio colonial hispánico en América se dio sobre sociedades organizadas según diversas configuraciones sociopolíticas.
Cada situación planteó diferentes desafíos a la hora de administrar y/o disputar territorios, incluyendo el cambio de función de los liderazgos preexistentes y la inducción de liderazgos habilitados y/o sostenidos por el gobierno (colonial primero, provincial después), creados casi artificialmente allí donde la dispersión sociopolítica anulaba la posibilidad de concentración interna del poder. En la frontera bonaerense,
el liderazgo encarnado en los caciques puede ser leído como una jefatura inducida, en tanto el interés estatal de subordinar a dichas parcialidades impuso, en definitiva, prácticas de mediación y conciliación a través del lenguaje.
En este sentido, hemos definido la frontera bonaerense como un espacio políticamente concertado y disputado, en donde el desarrollo de los liderazgos habría inaugurado espacios de intermediación política, instancias de traducción de discursos y
prácticas de resistencia. Avanzando en la reflexión, podríamos llamar instancias mesopolíticas a esos niveles de intermediación (teóricos, no geográficos) habilitados por el contacto entre sociedades estatales expansivas y sociedades no estatales sobre las que aquellas se expanden. Serían ámbitos de interacción social, que se encarnan en situaciones históricas concretas haciendo posible el establecimiento, reproducción, consolidación, impugnación y desarticulación de espacios de gobernabilidad.
En las situaciones que estamos abordando, estas instancias brindarían el marco en el que se ataron los nudos de poder local, en una práctica ya histórica de intermediación sociopolítica en la cual debieron traducirse de modo multilateral conceptos y objetos, órdenes y contraórdenes. Funcionaría como «válvula de traducción», toda vez que el conjunto de caciques participantes tuvo que encontrar las maneras de hacer inteligibles exigencias y consideraciones que, a pesar de los siglos de contacto interétnico, no habían sido sumidas en ningún mestizaje ni proceso sincrético.
A su vez, los caciques debieron retornar a sus comunidades de origen, transmitir y resignificar aquellos mensajes (discursivos y materiales) originados en la sociedad hispanocriolla y luego diseñar sus propias estrategias de acción en base a la experiencia acumulada. Cabe recordar aquí las molestias experimentadas por los caciques afectados por la política fronteriza rosista, quienes (a diferencia de sus homólogos del siglo XVIII) vivían en el interior del territorio provincial.
Ambos intentos de subordinar y encuadrar a la población nativa resultaron por demás complicados. Pero a pesar de las diferencias, tanto las misiones jesuitas en el territorio nativo a mediados del siglo XVIII, como las tolderías pampas instaladas en el territorio provincial en las décadas centrales del siglo XIX, compartieron el hecho de habilitar instancias mesopolíticas de resistencia y complementariedad, donde se resignificaron los liderazgos previos y se construyeron, en virtud de esa dinámica, liderazgos nuevos.
Más allá de las discusiones que hemos entablado durante estos años de trabajo conjunto (y a las que aún nos debemos) acordamos en considerar que, lejos de constituir un efecto unívoco, el liderazgo étnico es (según creemos) un proceso histórico de construcción, caracterizado por cambios y continuidades, avances y retrocesos, pliegues y repliegues, alianzas y andanzas entre los distintos actores sociales cuyas prácticas se imbricaron generando diversas situaciones. Por ese motivo sostenemos la necesidad de historizar dicho proceso en lugar de presuponerlo como un hecho dado.
En efecto, el liderazgo étnico no se mantuvo inalterado durante todo el período trabajado.
Más bien, la posición de intermediación de los caciques se fue transformando en función de los márgenes de acción que cada coyuntura histórica habilitaba. En consecuencia, proponemos observar el liderazgo étnico como un proceso en construcción, condicionado por las diferentes transformaciones que acontecieron en las relaciones
entre ambos conjuntos sociales.-

Eugenia A. NÉSPOLO
Universidad Nacional de Luján


María Laura CUTRERA
Universidad de San Andrés / CONICET


Ariel J. MORRONE
Universidad de Buenos Aires

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