viernes, 4 de enero de 2013

LA MADRUGADA EN UNA ESTANCIA.

LA MADRUGADA EN UNA ESTANCIA.

Ayer hablábamos de los sonidos nocturnos del campo y por mí pasaron infinidad de recuerdos, fundamentalmente de mi niñez, en las estancias en que mi padre era mayordomo y a las que íbamos con mi madre y mis dos hermanos muy seguido. Pienso que los recuerdos de esa época en donde el ser humano comienza su aprendizaje quedan estampados y siempre hay una chispa que los despierta y aparecen con increíble nitidez.
Uno habla de la memoria siempre en singular, pero me atrevería a decir que son varias, hay memoria visual, olfativa, auditiva, en fin, cada uno de nuestros sentidos recuerda lo que más les impactó de un momento vivido y todos juntas hacen el recuerdo.
El amigo Miguelangel Gasparini, me tiró una “cuarta” y no soy quien para despreciarla.
Seguiremos con nuestro relato, entonces.
La noche está en las últimas, pero antes de que aclare, ya algún paisano comienza su actividad, en este caso, el menor, en su doble función de boyero y marucho.
Se levanta silbando, bajito, como para no molestar a quienes aún pueden echar un sueñito más. El ruido de la bomba sapo demuestra que se lavará para sacarse la modorra nocturna y así silbando algún viejo estilo o milonga, como para sentirse acompañado su primera tarea será destrabar la rueda del molino de la rienda alambrina que la ha tenido sujeta toda la noche y cuya paleta con dos o tres golpes secos y metálicos, acomoda convenientemente la rueda que comienza a girar mientras la sopapa sube y baja en ritmos acompasados brotando el agua que comenzará a llenar el tanque australiano.
Luego llega el momento de dirigirse al potrero, donde resopla lanzando desde sus ollares nubes de vapor, el viejo y ,manso nochero, a quien sin demasiado lujo, enfrena y le tira simplemente un cuerito y parte para el campo en busca de las lecheras.
La claridad, de a poco se hace presente y la temperatura comienza a ascender. El campo se llena de una bruma debido a la evaporación que el rocío nocturno ha depositado sobre los pastos.
En las casas también comienza la actividad. Con los primeros rayos del sol, que va pintando las nubes de naranjas y rosas, un gallo, patrón del lugar, parado desde un palenque, dará unos aleteos y lanzará al aire su clarinada, la respuesta es otro “quiquiriquí” lanzado por un segundo gallo, no menos cantor. Esto es suficiente, es el toque de diana.
De los árboles vecinos se sienten unos aleteos y las gallinas se “sueltan” al piso cayendo pesadamente debido a su entumecimiento y comienzan su derrotero escarbando y picoteando en el suelo aún húmedo por el rocío.
En torno a las casas rondan unos patos corpulentos, semejando almas en pena y mientras se dirigen a las cunetas del camino para su baño matinal, jadean por sus picos entreabiertos un afligido alerta.
Los perros también despiertan y comienzan unos ladridos sin sentido ni motivo, sino simplemente para sacarse la modorra.
Los peones ya se han levantado y con sus palanganas en mano, hacen una cola frente a la bomba sapo. Gran cantidad de toses pueblan la madrugada, guasos bostezos, algún chiste, una sonora carcajada, son los sonidos normales del momento.
Luego de lavarse se irán a la cocina para unos mates y a la pasada cortarán un trozo de los restos del cordero de la noche que está colgado de un gancho a la entrada de la cocina, una pasada por la bolsa de galleta y a matar el “venado”.
El boyero ya regresa con las lecheras que serán ordeñadas, caminan cansinamente para el corral con sus ubres repletas e hinchadas de leche, los terneros balan en el chiquero movidos por el hambre.
El boyero, este aprendiz de mensual, las encierra sin desmontar y cambia su actividad a “marucho” y regresa al campo, ahora en búsqueda de la tropilla que ensillarán los peones que saldrán de recorrida.
Las palomas montesas arrullan en las ramas más altas de los frondosos eucaliptus vaticinando un día caluroso.
Todo es actividad, bajo el alero del galpón se escuchan los ruidos sordos de los recados que traen los peones para ensillar, ruidos de coscojas, golpes de alguna argolla y arrastrar de correones y cinchones dominan ahora el ambiente.
De pronto es cortado por el galopear de la tropilla que trae el marucho y a la que entra en el corral. Resuellos, algún relincho, algún amago de una patada, los yeguarizos, con las orejas tiradas hacia atrás demuestran así su molestia por ser encerrados.
La mujer que oficia de cocinera lanza desde la puerta de la cocina varios silbidos entrecortados, son contestados
en coro por una manada de pavos que echando la cabeza hacia atrás lanzan unos gritos en cadencia ensordecedora y se arriman a recibir su porción de maíz.
La hija de la cocinera, con el balde en una mano y en la otra un grupo de maneas se arrima al corral del tambo, atado a su cintura el tradicional banquito de una sola pata, en un rato regresará con el balde lleno de fresca y espumosa leche.
Ya los peones han ensillado y se dirigen al campo a cumplir con las tareas que el capataz ha indicado.
Por un momento en las casas se produce algo de silencio, pero se ve interrumpido por el golpear de hacha desgajando en astillas los rolos que se han acercado a la cocina.
Y así es un amanecer en una estancia, son recuerdos imborrables que siempre estarán presentes en mi memoria.

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